No hace mucho acompañé a un amigo a recoger los objetos personales de su madre recién fallecida. Antes de comenzar con esa especie de indiscreto inventario, mi amigo me confesó que su madre había sido una compradora compulsiva. ¿Cómo puede ser?, le pregunté sin dar crédito a sus palabras. Conocí bien a la difunta. Clase media, nada obsesionada por su imagen, sin más vida social que las labores propias de su sexo, tan limitadas al papel de housewives del siglo pasado. ¿Cómo lo sabes?, insistí mientras me la imaginaba comprando cosas innecesarias o que ya tenía, con el impulso incontrolado de los dependientes, (patológicos, no los que están detrás del mostrador) la compulsiva ansiedad de los locos por las compras.
¿Estoy comprando locamente?
La imaginé luchando contra ella misma, incapaz de controlar esas ganas que le llevaban otra vez a la adquisición voraz de esto y aquello. Mirando de reojo su tarjeta de crédito y escapando hacia la tienda, al menor síntoma de depresión, síndrome premenstrual, vulgar día de lluvia, o desazón porque se le habían quemado las lentejas. Escondiendo los extractos bancarios, ahogando sus penas en bolsas de plástico y enjugándose las lágrimas en tickets de compra.
Consumista compulsivo
Le describí el escalofriante panorama, cuando empujándome hacia la cocina abrió uno de los cajones, y ante mis ojos apareció la causa y efecto de su patología, la de la madre claro: 15 coladores rojos de diferentes tamaños perfectamente encajados como una matrioska de plástico barato. No, la buena señora no compraba blusas, zapatos, leotardos de naylon, ni conjuntos de ropa interior.
Adquiría coladores, y aquel me pareció un gesto que desclasaba a los ricos de los pobres demostrando una vez más que el veneno siempre está en la dosis.
Sol Alonso
(Reflexiones ante el estudio ¿SOY CONSUMISTA COMPULSIVO? realizado por Showroomprive.com, la segunda tienda de ventas privadas online de Europa)